BODAS DE ORO DE NUESTRO PADRE PRIOR

“Oh Señor, es verdaderamente justo y necesario, es nuestro deber y nuestra salvación darte gracias siempre y en todas partes”, pero especialmente hoy en esta hermosa y maravillosa fiesta de la Inmaculada Concepción de María.

Queridos Hermanos Monjes, queridas Hermanas, queridos Hermanos y Hermanas Oblatos, queridos Hermanos y Amigos,

Tanto amó Dios al mundo que nos envió y entregó a su propio Hijo. Pero para recibirlo, nos hizo un don maravilloso: el vientre de una virgen concebida sin la mancha del pecado original. Cuántas gracias debemos dar a Dios por tantos tesoros divinos ofrecidos a la humanidad pecadora. Hoy, ustedes también han querido unirse a mí para darle gracias por mi profesión monástica, en estas bodas de oro. Gracias por vuestra presencia, gracias por vuestras oraciones, gracias por vuestro afecto fraterno. Así fue hace cincuenta años, el 8 de diciembre de 1972. Dos años antes, nuestro fundador, Dom Gérard, de piadosa memoria, mi padre y mi querido maestro, había puesto en marcha una fundación. En los años posteriores al Concilio Vaticano II, una oleada de progresismo recorrió la Iglesia con especial virulencia. Queriendo abrirse al mundo, éste había dejado que el mundo entrara en la Iglesia e incluso en nuestros monasterios: abandono de las observancias monásticas, de la clausura, del uso obligatorio del hábito, de la sillería del coro, abandono del gregoriano, cantos y oraciones en lengua vernácula, misa orientada no hacia Dios sino hacia el pueblo, liturgia en constante evolución so pretexto de experimentos. Dom Gérard, en cambio, quería permanecer fiel a la vida monástica tal como le había sido transmitida por los ancianos. Obtuvo, aunque con dificultad, permiso para “vivir” fuera de su monasterio, porque quería preservar la Tradición, pero se lo concedieron de manera informal, sin estatuto canónico. La Providencia le guió hasta un aprisco provenzal, contiguo a una capilla románica del siglo XI. Allí comenzó su vida de ermitaño, en soledad, el 25 de agosto de 1970, pero no por mucho tiempo, ya que tres días después llegó un joven para hacerse monje bajo su dirección. ¡Era vuestro servidor! Dios bendijo esta obra, que se desarrolló rápidamente hasta el punto de obligar a la comunidad a abandonar estos estrechos locales y a embarcarse en la extraordinaria aventura de construir un gran monasterio a diez kilómetros de distancia.

Esta aventura, humanamente entusiasta, duró casi quince años. Y cuando miro hacia atrás en mi vida, la veo llena, como todas las vidas, de acontecimientos diversos: penas y alegrías, desalientos y esperanzas, luchas y paz, entusiasmo y monotonía, días soleados y días lluviosos. Pero la verdadera aventura del monje es interior, oculta: es el alma enfrentada a su destino, a su vocación, a la llamada del Señor; es la sed y el hambre de absoluto y de verdad, frente a la atracción de las alegrías, los deseos y los bienes terrenales. Este es el secreto del monje y de toda alma: la libre adhesión a la gracia o su rechazo. Entrega o egoísmo. Pero para los que han recibido mucho, la respuesta es más seria. La verdadera vida del hombre es una lucha interior en la que chocan el peso de la naturaleza y la llamada de la gracia.

Cuando pienso en los últimos cincuenta años, dos palabras acuden a mis labios: “Perdóname Señor por mis faltas y gracias por tu infinita misericordia”. Hay momentos en la vida en que nuestra decisión compromete irreversiblemente el futuro. He conocido esos momentos. A pesar de mi debilidad, Dios me apoyó y venció en mí.

La Imitación de Jesucristo dice: “Por tanto, no te atribuyas ningún bien ni atribuyas virtud alguna a nadie, sino dáselo todo a Dios, sin el cual el hombre no tiene nada. Soy yo quien te lo ha dado todo y quiero que te entregues enteramente a mí, exijo con el mayor rigor las gracias que me son debidas.”

San Juan escribe que “de la plenitud de Cristo lo hemos recibido todo, y gracia sobre gracia”. Y un prefacio canta que “al coronar a sus santos, Dios corona sus propios dones”.

Esta Misa será una acción de gracias, una Eucaristía, por el precioso don de Dios. Dios es bueno y nunca deja de darse. La bondad es por naturaleza difusiva. Dios no pone obstáculos a sus dones.

Doy gracias al Señor por el don de su fidelidad. Si creo haber conservado la fe, la fe católica, íntimamente ligada a su expresión moral y litúrgica, es gracias a Dios, gracias a Dom Gérard, gracias a mis padres, gracias a mi ángel de la guarda, gracias a todos aquellos que me dieron el ejemplo y algunos de los cuales prefirieron ser condenados por hombres de Iglesia antes que traicionar. Pienso en particular en monseñor Marcel Lefebvre, que tuvo una visión inspirada de los males que corroían a la Iglesia, como el regreso con fuerza del modernismo, caracterizado por el antropocentrismo, y que tuvo el valor de continuar el verdadero sacerdocio teocéntrico, que pone a Dios en primer lugar, todo por la salvación de las almas.

La vida monástica está en el centro de esta lucha por la fe. “El fundamento íntimo del estado religioso -decía Dom Romain- es la práctica continua y perfectísima del primer mandamiento: ‘Adora a Dios y ámalo de todo corazón’. Por eso San Benito escribe en la Regla que “nada debe preferirse a la obra de Dios”. “San Benito expresa sencillamente la voluntad de Dios y de la Iglesia cuando pone la obra de Dios por encima de todo. Todo en el plan divino está vinculado a la celebración de la gloria de Dios”. “Toda la razón de ser de la vida monástica es la celebración de la obra de Dios. Y la obra de Dios es la alabanza divina celebrada solemnemente noche y día”.

Este es el testimonio del monje: recordar al mundo la primacía de Dios sobre todas las cosas y especialmente sobre las obras humanas. El monje es el hombre de la oración. Es la oración lo que da sentido a toda su vida, y sin la cual su vida no tiene razón de ser. La obra de Dios es el veneno más poderoso contra el neomodernismo.

Los Benedictinos de la Inmaculada tienen el privilegio de hacer de esta vida, enteramente orientada hacia la oración solemne de la Iglesia, también la obra de María. Los monjes han consagrado sus almas enteramente al Corazón Inmaculado de María. Su oración es, por tanto, la oración de la Virgen y Madre Inmaculada. Sabemos que en el cielo María intercede ante Dios por todos los hombres, pero su poderosa intercesión continúa también en la tierra a través de esta pequeña familia benedictina.

¡Cómo no ver un vínculo providencial entre nuestra profesión hace cincuenta años bajo la protección maternal de María y la gratitud de la Iglesia por nuestra familia de los Benedictinos de la Inmaculada Concepción! Hay un proyecto mariano querido por Dios que es a la vez don y exigencia de amor y fidelidad.

Queridos monjes y hermanas, debemos ser hombres y mujeres del primer mandamiento. La adoración, la alabanza y la acción de gracias es el don más precioso que los corazones de Jesús y de María nos han dado y que debemos comunicar al mundo para que encuentre el camino de la salvación.

“Exultabit cor meum in salutari tuo : cantabo Domino qui bona tribuit mihi : et psallam nomini Domini altissimi” (Salmo 12)

En esta fiesta de la Inmaculada Concepción, dejo que la Santísima Virgen repita en mi corazón:

“Mi corazón se alegrará en tu salvación: cantaré al Señor que me ha colmado de bienes, y cantaré en el nombre del Altísimo”.

Que María cante en nuestros corazones: “Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su servidor.”